MENSAJE
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA 52 JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
PARA LA 52 JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
26 DE
ABRIL DE 2015 – IV DOMINGO DE PASCUA
Tema: El éxodo, experiencia
fundamental de la vocación
Queridos
hermanos y hermanas:
El
cuarto Domingo de Pascua nos presenta el icono del Buen Pastor que conoce a sus
ovejas, las llama por su nombre, las alimenta y las guía. Hace más de 50 años
que en este domingo celebramos la Jornada Mundial de Oración por las
Vocaciones. Esta Jornada nos recuerda la importancia de rezar para que, como
dijo Jesús a sus discípulos, «el dueño de la mies… mande obreros a su mies» (Lc 10,2). Jesús nos dio este
mandamiento en el contexto de un envío misionero: además de los doce apóstoles,
llamó a otros setenta y dos discípulos y los mandó de dos en dos para la misión
(cf. Lc 10,1-16). Efectivamente, si la
Iglesia «es misionera por su naturaleza» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 2),
la vocación cristiana nace necesariamente dentro de una experiencia de misión.
Así, escuchar y seguir la voz de Cristo Buen Pastor, dejándose atraer y
conducir por él y consagrando a él la propia vida, significa aceptar que el
Espíritu Santo nos introduzca en este dinamismo misionero, suscitando en
nosotros el deseo y la determinación gozosa de entregar nuestra vida y gastarla
por la causa del Reino de Dios.
Entregar
la propia vida en esta actitud misionera sólo será posible si somos capaces de
salir de nosotros mismos. Por eso, en esta 52 Jornada Mundial de Oración por
las Vocaciones, quisiera reflexionar precisamente sobre ese particular «éxodo»
que es la vocación o, mejor aún, nuestra respuesta a la vocación que Dios nos
da. Cuando oímos la palabra «éxodo», nos viene a la mente inmediatamente el
comienzo de la maravillosa historia de amor de Dios con el pueblo de sus hijos,
una historia que pasa por los días dramáticos de la esclavitud en Egipto, la
llamada de Moisés, la liberación y el camino hacia la tierra prometida. El
libro del Éxodo ―el segundo libro de la Biblia―, que narra esta historia,
representa una parábola de toda la historia de la salvación, y también de la
dinámica fundamental de la fe cristiana. De hecho, pasar de la esclavitud del
hombre viejo a la vida nueva en Cristo es la obra redentora que se realiza en
nosotros mediante la fe (cf. Ef 4,22-24). Este paso es un
verdadero y real «éxodo», es el camino del alma cristiana y de toda la Iglesia,
la orientación decisiva de la existencia hacia el Padre.
En la
raíz de toda vocación cristiana se encuentra este movimiento fundamental de la
experiencia de fe: creer quiere decir renunciar a uno mismo, salir de la
comodidad y rigidez del propio yo para centrar nuestra vida en Jesucristo;
abandonar, como Abrahán, la propia tierra poniéndose en camino con confianza,
sabiendo que Dios indicará el camino hacia la tierra nueva. Esta «salida» no
hay que entenderla como un desprecio de la propia vida, del propio modo sentir
las cosas, de la propia humanidad; todo lo contrario, quien emprende el camino
siguiendo a Cristo encuentra vida en abundancia, poniéndose del todo a
disposición de Dios y de su reino. Dice Jesús: «El que por mí deja casa,
hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces
más, y heredará la vida eterna» (Mt 19,29).
La raíz profunda de todo esto es el amor. En efecto, la vocación cristiana es
sobre todo una llamada de amor que atrae y que se refiere a algo más allá de
uno mismo, descentra a la persona, inicia un «camino permanente, como un salir
del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y,
precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia
el descubrimiento de Dios» (Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est, 6).
La
experiencia del éxodo es paradigma de la vida cristiana, en particular de quien
sigue una vocación de especial dedicación al servicio del Evangelio. Consiste
en una actitud siempre renovada de conversión y transformación, en un estar
siempre en camino, en un pasar de la muerte a la vida, tal como celebramos en
la liturgia: es el dinamismo pascual. En efecto, desde la llamada de Abrahán a
la de Moisés, desde el peregrinar de Israel por el desierto a la conversión
predicada por los profetas, hasta el viaje misionero de Jesús que culmina en su
muerte y resurrección, la vocación es siempre una acción de Dios que nos hace
salir de nuestra situación inicial, nos libra de toda forma de esclavitud, nos
saca de la rutina y la indiferencia y nos proyecta hacia la alegría de la
comunión con Dios y con los hermanos. Responder a la llamada de Dios, por
tanto, es dejar que él nos haga salir de nuestra falsa estabilidad para
ponernos en camino hacia Jesucristo, principio y fin de nuestra vida y de
nuestra felicidad.
Esta
dinámica del éxodo no se refiere sólo a la llamada personal, sino a la acción
misionera y evangelizadora de toda la Iglesia. La Iglesia es verdaderamente
fiel a su Maestro en la medida en que es una Iglesia «en salida», no preocupada
por ella misma, por sus estructuras y sus conquistas, sino más bien capaz de
ir, de ponerse en movimiento, de encontrar a los hijos de Dios en su situación
real y de com-padecer sus heridas. Dios sale de sí mismo en una dinámica
trinitaria de amor, escucha la miseria de su pueblo e interviene para librarlo
(cf. Ex 3,7). A esta forma de ser y de
actuar está llamada también la Iglesia: la Iglesia que evangeliza sale al
encuentro del hombre, anuncia la palabra liberadora del Evangelio, sana con la
gracia de Dios las heridas del alma y del cuerpo, socorre a los pobres y
necesitados.
Queridos
hermanos y hermanas, este éxodo liberador hacia Cristo y hacia los hermanos
constituye también el camino para la plena comprensión del hombre y para el
crecimiento humano y social en la historia. Escuchar y acoger la llamada del
Señor no es una cuestión privada o intimista que pueda confundirse con la
emoción del momento; es un compromiso concreto, real y total, que afecta a toda
nuestra existencia y la pone al servicio de la construcción del Reino de Dios
en la tierra. Por eso, la vocación cristiana, radicada en la contemplación del
corazón del Padre, lleva al mismo tiempo al compromiso solidario en favor de la
liberación de los hermanos, sobre todo de los más pobres. El discípulo de Jesús
tiene el corazón abierto a su horizonte sin límites, y su intimidad con el
Señor nunca es una fuga de la vida y del mundo, sino que, al contrario,
«esencialmente se configura como comunión misionera» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 23).
Esta
dinámica del éxodo, hacia Dios y hacia el hombre, llena la vida de alegría y de
sentido. Quisiera decírselo especialmente a los más jóvenes que, también por su
edad y por la visión de futuro que se abre ante sus ojos, saben ser disponibles
y generosos. A veces las incógnitas y las preocupaciones por el futuro y las
incertidumbres que afectan a la vida de cada día amenazan con paralizar su
entusiasmo, de frenar sus sueños, hasta el punto de pensar que no vale la pena
comprometerse y que el Dios de la fe cristiana limita su libertad. En cambio,
queridos jóvenes, no tengáis miedo a salir de vosotros mismos y a poneros en
camino. El Evangelio es la Palabra que libera, transforma y hace más bella
nuestra vida. Qué hermoso es dejarse sorprender por la llamada de Dios, acoger
su Palabra, encauzar los pasos de vuestra vida tras las huellas de Jesús, en la
adoración al misterio divino y en la entrega generosa a los otros. Vuestra vida
será más rica y más alegre cada día.
La
Virgen María, modelo de toda vocación, no tuvo miedo a decir su «fiat» a
la llamada del Señor. Ella nos acompaña y nos guía. Con la audacia generosa de
la fe, María cantó la alegría de salir de sí misma y confiar a Dios sus
proyectos de vida. A Ella nos dirigimos para estar plenamente disponibles al
designio que Dios tiene para cada uno de nosotros, para que crezca en nosotros
el deseo de salir e ir, con solicitud, al encuentro con los demás (cf. Lc 1,39). Que la Virgen Madre nos
proteja e interceda por todos nosotros.
Vaticano, 29 de marzo de 2015
Domingo de Ramos
Francisco
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